Alfio Mangonga

Alfio Mangonga tiene 40 y tantos años. Decimos y tantos porque de la tristeza ya no los festeja más.

Como a todos, lo despierta el ruido de su despertador/reloj/licuadora y sus barritas en verde brillan mostrando la hora, 7.45. Alfio maldice como nunca, como siempre, como cuando extraña esos días.

Esos días hace más de 10 años, en los cuales el era famosísimo. Los niños lo amaban, las mujeres lo deseaban y los hombres lo respetaban. Hasta que un viernes todo el imperio que había formado se derrumbó.

Se ducha, se peina enfrente del espejo empañado, se viste y sale a hacer la américa. Se sube a su 504, lo último que pudo comprar con lo que le quedaba de su fortuna. Mueve el espejito, mirando a ver si no viene nadie, prende el taxímetro y empieza el viaje.

Escuchando la radio, yendo a 10 Km/h como tachero de ley, admira a su Buenos Aires y ve, como imágenes fantasmales del pasado, a la gente que le devuelve la mirada con devoción. Un bocinazo lo saca de su pequeño momento imaginario de gloria y lo alerta de que su primer pasajero lo llama.

Alfio tiene la costumbre de darle charla sólo al primero, hasta que se da cuenta que el mismo no lo reconoce. "Son todos iguales" piensa antes de volver al silencio por el resto del día.

Las horas pasan lentas, lentas, muy lentas... pero pasan. Ya es hora de volver.

Como si fuera automático, toma la ruta de siempre: Cabildo, Maipú, Coronel Ralón, 152, Av 4, rotonda, casa amarilla. Ahí se detiene.

Entra a la casa, saluda a su hijo y a su mujer y se sientan a comer. Otra vez pescado, increíble, en su época dorada ni pensaba en repetir comidas en el mes. La cena paso rápidamente. Otro día rutinario.

Se lava los dientes y se dispone a dormir. Una vez que se va a acostar, se mira al espejo, que le devuelve esta imagen.